Termina la cuenta regresiva y Brasil será nuevamente sede de una Copa del Mundo. Pero ésta será muy diferente a la de hace 64 años, cuando construyó el majestuoso Maracaná y perdió la final ante Uruguay. Hoy, el país vecino es sólo el dueño del terreno y quien afronta los gastos millonarios para que la FIFA instale su circo itinerante.
El pueblo se queja y reclama por escuelas y hospitales, y Brasil vive en tensión constante, ya que no sólo debe atender las quejas de sus ciudadanos, sino que también soporta las presiones del organismo presidido por Joseph Blatter, que le exige que se apure para llegar a esos estándares europeos que tanto pretende.
No se jugará en el Morumbí ni en el Pacaembú, como muchos habrán imaginado tras confirmarse a Brasil como sede. Se jugará en los nuevos y costosos Arena, el concepto siglo XXI que unifica y les quita personalidad a los estadios.
Así las cosas, Brasil espera que la pelota lo libere de tanta tensión.